¿Quién manda a quién?
La negación del descontrol ante el pavor
La acción no necesariamente sigue a la conciencia. Sabemos que hacemos mal, que dañamos a otros o a nosotros mismos, pero no lo podemos evitar. Descartemos las fuerzas externas coaccionadoras o problemas mentales en el sujeto, también el cinismo. Solo nosotros con una conciencia clara y atenta y la acción que no obedece a un yo que ordena todo lo contrario a lo que hacemos.
Luego de perpetrado el hecho, nos matamos interrogándonos por qué lo hicimos si sabíamos que estaba mal, si sabíamos las consecuencias funestas. Entramos en un juego en que somos el juez y el acusado, el abogado defensor y el abogado acusador. En una serie de actos sumarios, nos declaramos culpables y nos dictamos sentencia. Somos implacables como jueces, porque poseemos todas las evidencias del crimen. Somos resignados como acusados, porque nunca ocultamos nuestra fechoría.
Para rematar este tormento, reincidimos una y otra vez sin saber por qué. Nos vemos, a vista y paciencia de nosotros mismos, repetir la acción con escrúpulos escandalosamente inútiles. Siguen las acusaciones, los juicios y las condenas. Y estas cada vez son más penosas, crueles. Pero nada detiene el ciclo: parece de nunca acabar.
Hasta que cedemos y nos resulta tan imposible interrumpir este ciclo como detener un tren con un dedo. Dejamos de extrañarnos por la desconexión entre nuestra voluntad y nuestras acciones. Pero dudamos en aceptar que somos hojas llevadas por el viento. No, eso jamás. Presentimos que no ser libres es una faceta de la muerte, porque ser otro o parte de otro que nos controla y nos envuelve en una ilusión de libertad es también morir.
Entonces, llenos de pavor, huimos de esta idea, le volteamos la cara y abrazamos nuestra fatalidad silenciosamente como buenos delincuentes reincidentes y transgresores de nuestra ley moral, o alardeamos que queremos en el fondo aquello que nuestra voluntad nunca dictó, que nuestra conciencia supo ocultar astutamente. Así nos consolamos de lo desconocido, así nos justificamos ante la perplejidad.